Ayer andaba pensando, meditando sobre mi vida, me puse algo trascendental, es verdad. Queda una semana para mi boda y me dio por reflexionar de lo rápido que pasa todo y de la gente que por desgracia para Ekiñe y para mí no va a poder estar en un día tan señalado como éste.
Recordaba cuando con 6, 7, 8, 9 ó 10 años, quizás más, iba con mis abuelos en la furgoneta a Trucios, a Gordón, a Santacruz... aquellos fines de semana en los caseríos de la familia, rodeado de naturaleza, de animales, de montes, en fin, un remanso de paz que me encantaba, y eso que no tenía amigos, que estaba solo, pero sí que tenía la suficiente imaginación como para jugar yo solo a fútbol, a vaqueros o a lo que fuera o se me pasara por la cabeza. Pero quizás lo más bonito de todo es cuando me iba con mi abuelo al monte a pasear. Estoy seguro que no hablábamos casi nada en el camino, no hacía falta, yo creo que cuando uno se siente a gusto no hace falta tener ningún tipo de conversación, sino más bien disfrutar de la compañía el uno del otro. Y eso es lo que tenía con mi abuelo, una relación tan especial que nos hacía ir a andar sin tener que conversar de lo humano y lo divino. Llegábamos arriba, respirábamos un poco de aire puro, nos quedábamos mirando el paisaje y después de varios minutos emprendíamos el viaje de vuelta.
Ni sé las veces que pudimos llegar a hacer este camino, y la verdad, ahora hecho de menos todo aquello, las pocas preocupaciones que me rondaban, la tranquilidad del entorno y sobre todo la compañía que me proporcionaba mi abuelo. El tiempo ha pasado, demasiado rápido por cierto, y estoy a una semana de mi boda con la chica que más quiero en este mundo, pero sin la posibilidad de que mis abuelos puedan estar conmigo en una fecha tan importante. Lo dicho, historias de la niñez, esas que nunca debemos perder, porque nuestros tesoros más importantes no son los materiales, sino los recuerdos que almacenamos de por vida, y ese es uno de ellos.